Se veían muy sucios. Parecía que hace años no teníamos la posibilidad de lavarlos. Tenían tierra. Los miré y me llamó la atención la poca bolilla que le prestábamos a esos detalles. Sólo estábamos atentos a vernos bien por dentro, a estar bien entre nosotros. La parte externa estaba completamente dejada de lado. Pero no me importaba. Así éramos felices. La vida nos trataba bien de esta manera. Teníamos miedo de cambiar el más mínimo detalle. Permanecíamos con las mismas cosas por años. Las mismas actitudes, los mismos comportamientos. Todo igual. El cambio nos horrorizaba. Teníamos miedo a perdernos. A que los cambios nos modificaran. Poco a poco, nos fuimos metiendo dentro nuestro, aislándonos de la gente por miedo a que las personas cambiaran nuestros pensamientos. Nuestras formas de ver la vida. Cuatro años estuvimos juntos, pegados. Íbamos a todas partes juntos, no salíamos con gente, no hacíamos actividades; ni siquiera trabajábamos para no estar con otras personas que no fuéramos nosotros dos. El día en que Pablo se tiró al río, disfrutábamos de un hermoso día al aire libre. Él estaba medio extraño, caminaba raro; pero no le di importancia al tema, creyendo que era porque estaba cansado. Se miró los pies parado sobre el borde de una piedra; y dejó caer todo su peso hacia adelante. Lo vi dar vueltas en el aire y caer fuertemente al agua que se paseaba frente a nosotros. Hacía un rato, agua calma. Hoy en día el agua para mí, es sinónimo de tormenta.
Foto: piés de Zaiper, Seba Barrasa.
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jueves, 30 de octubre de 2008
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